lunes, 20 de noviembre de 2017

El difamado burgués

El típico burgués es el pequeño o mediano empresario que, en caso de ser exitoso con su emprendimiento, puede llegar a ser un gran empresario. El sector empresarial, denominado por los sectores de izquierda como “la burguesía”, es la base económica de una sociedad por cuanto produce bienes y servicios y da trabajo a mucha gente. Un país con pocos empresarios, será un país con poca, o ninguna, competencia empresarial y con mercados subdesarrollados; por lo que será, justamente, un país subdesarrollado.

Cuando se desea destruir una nación, ya sea capitalista (con mercados desarrollados) o bien mercantilista (con ausencia de mercados competitivos), se comienza descalificando y difamando a todo el sector empresarial suponiendo que necesariamente “explota laboral de los trabajadores” (lo que puede ser parcialmente cierto cuando no existe competencia). La explotación mencionada se debería esencialmente a la desigualdad social entre empresario y trabajador por cuanto, según los socialistas, el empresario debería compartir con sus empleados todas las ventajas económicas y sociales logradas, sin tener en cuenta que el empresario se ha capacitado, ha trabajado arduamente para establecer su empresa y corre siempre el riesgo de fracasar con su emprendimiento.

Proclaman una sociedad igualitaria para la época de la cosecha, pero no para la época de la siembra. Mientras que la empresa no tiene ninguna seguridad en cuanto a su supervivencia, se supone que el empresario deberá dar seguridad laboral a todos sus empleados. Para colmo, cuando tiene que cerrar sus puertas, el empresario corre el riesgo de que sea declarada “empresa recuperada” y pierda toda su inversión, como ocurre en la Argentina. Al burgués se le asigna la obligación de producir y compartir sus beneficios “según su capacidad”, mientras que al trabajador se le asigna el derecho de compartir beneficios “según sus necesidades”. Como ello es imposible de cumplir, surge la propuesta de establecer el socialismo. Las empresas pasarán a manos del Estado y serán dirigidas por políticos con poca o ninguna capacidad empresarial y con pocos méritos laborales. El derrumbe económico será inevitable.

En las sociedades capitalistas y en las mercantilistas, la gente se indigna cuando se entera de algún empresario exitoso, enriquecido por sus aptitudes empresariales y su eficacia. Sin embargo, el ciudadano común poco problema se hace cuando desde el Estado se otorgan jubilaciones de privilegio a miles de políticos y ex-funcionarios, cuyos montos, en algunos casos, llegan a 52 veces el importe de una jubilación mínima, como ocurre en la Argentina. Esta es una variante socialismo en la cual no se expropian las empresas, pero se expropia gran parte de sus ganancias (vía impuestos), que va a parar al sector privilegiado.

Los movimientos totalitarios se fundamentan esencialmente en la envidia. Mientras que los socialistas establecen una discriminación social contra los sectores que logran cierto éxito empresarial, en la Alemania y en la Austria nazis, centraban su discriminación contra grupos étnicos exitosos, como es el caso de los judíos. Stefan Zweig describe a su propia familia, caracterizada por su aptitud empresarial y su capacidad de trabajo, que condujo al éxito económico y social, pero que atrajo el repudio de los sectores poco adeptos a la creatividad y la responsabilidad empresarial, como ocurre en muchos países. Al respecto escribió: “Mientras mi abuelo, como representante típico de la época anterior, sólo servía al comercio intermedio con productos manufacturados, mi padre dio resueltamente el paso hacia los tiempos nuevos, fundando a los treinta años de edad, en el norte de Bohemia, una pequeña fábrica de tejidos que con el correr de los años se convirtió poco a poco y prudentemente en una empresa respetable”.

“Esta manera cautelosa de engrandecimiento, no obstante la coyuntura seductoramente favorable, correspondía en absoluto al espíritu de la época. Coincidía, además, y de modo especial, con el carácter reservado y de ningún modo ávido de mi padre. Él había abrazado el credo de su época: Safety first; prefería poseer una empresa «sólida» -ésta era también una palabra favorita de aquellos tiempos-, mantenida con sus propias fuerzas económicas, a darle grandes dimensiones sobre la base de créditos bancarios o hipotecas”.

“El único orgullo de su vida consistía en que jamás su nombre figuraba al pie de un pagaré o de una letra y sólo quedaba registrado en el debe de su banco –que, desde luego, era el mejor fundamentado-, el banco de los Rothschild, el Kreditanstalt. Cualquier ganancia con la más leve sombra de riesgo, le repugnaba, y en todos sus años jamás participó de negocios ajenos. Si, no obstante, llegó poco a poco a ser rico, y cada vez lo fue más, no lo debió de ningún modo a especulaciones atrevidas o a operaciones que probasen una visión particularmente amplia, sino que lo debió a la adaptación al método común de aquel tiempo previsor, según el cual nunca se gastaba más que una parte modesta de los recursos, para agregar, por consiguiente, año tras año, un importe cada vez más considerable al capital”.

“Como la mayoría de los hombres de su generación, mi padre hubiera considerado como terrible disipador a quien consumiera despreocupadamente la mitad de sus entradas sin «pensar en el porvenir» -que éste era otro de los conceptos continuamente invocados en aquella era de seguridad. Gracias a esta constante retención de los beneficios, en aquella época de creciente prosperidad, en que, por otra parte, el Estado no pensaba ni remotamente en reclamar, ni aún de los réditos más importantes, sino un pequeño porcentaje en concepto de impuestos, y en que además los valores industriales y del Estado reportaban unos intereses muy crecidos, el hacerse más rico representaba para el hombre de fortuna, en rigor, nada más que un esfuerzo pasivo”.

“Y valía la pena hacerlo. Aún no se robaba, como en tiempos de la inflación, a los ahorrativos; no se engañaba a los prudentes, y precisamente los más pacientes, los que no especulaban, lograban los mejores beneficios. Gracias a esta adaptación al sistema común de su tiempo, se podía considerar a mi padre, al llegar a los cincuenta años de edad, como un hombre de mucha fortuna, aun de acuerdo al concepto internacional. Pero el modo de vivir de nuestra familia seguía muy despacio al aumento cada vez más rápido de su fortuna. Se permitía poco a poco pequeñas comodidades; nos trasladamos de una casa pequeña a otra mayor; alquilábamos durante la primavera un coche para pasear por las tardes; viajábamos en segunda clase, en coche cama; pero sólo a los cincuenta años se permitió mi padre, por primera vez, el lujo de pasar en invierno un mes en Niza, en compañía de mi madre” (De “El mundo de ayer”-Editorial Claridad-Buenos Aires 1942).

El ideólogo marxista dirá que, en realidad, la riqueza lograda por el mencionado empresario no se debió a su iniciativa personal, a su buena gestión empresarial, a su moderación, al hábito de ahorrar e invertir, a prever el futuro, a adaptarse a la libertad económica de la Austria de fines del siglo XIX e inicios del XX, sino, exclusivamente al robo que continuamente le hizo a sus empleados mediante el proceso denominado plusvalía, ya que, para Marx, el único factor que determina el valor de una mercancía es el trabajo manual requerido para su fabricación. De ahí que tal ideólogo sostiene que sería justo expropiar la empresa para que sea parte de la sociedad.

Si se expropia la empresa, se comete una injusticia porque se desconocen los méritos de su creador. Aunque tampoco serán los empleados los nuevos dueños, ya que los medios de producción serán parte del Estado, que habrá de ser dirigido por políticos marxistas, quienes dispondrán a su criterio y antojo de lo que fue realizado por gestión y trabajo ajeno. Los trabajadores serán utilizados por los ideólogos revolucionarios para realizar el traspaso de las empresas desde sus dueños a la clase dirigente que tomará el poder en nombre de esos trabajadores. Las consecuencias de esta barbarie son por todos conocidas. Sin embargo, la prédica intensiva y generalizada puede cambiar la realidad en la mayoría de las mentes individuales.

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