miércoles, 13 de septiembre de 2017

Universalidad como requisito de la religión

Algunos físicos consideran que, si tuviesen que sintetizar en pocas palabras el conocimiento adquirido por la humanidad, dirían que todo lo conocido está constituido por átomos. Otros consideran que el conocimiento más importante implica el descubrimiento de la existencia de una secuencia de complejidad creciente que comienza con las partículas elementales, que conforman a los átomos, éstos a las moléculas, luego las células, organismos, seres vivientes, hasta llegar a la vida inteligente.

Otra conclusión, no menos importante, que surge de la actual visión ofrecida por la ciencia experimental, implica que todo lo existente está regido por leyes naturales invariantes, es decir, invariantes respecto tanto del espacio como del tiempo. Ello significa que no existe rincón del universo en que la materia-energía tenga un comportamiento esencialmente caótico, ya que tanto el azar como el caos observados en algunos fenómenos naturales están asociados a alguna forma de ley natural subyacente. Y lo que es más importante, nuestra propia mente y nuestro comportamiento social responden a ciertos procesos mentales, adquiridos a través de la evolución, y que también son regidos por alguna forma de ley natural.

La ley natural se define como el vínculo invariante entre causas y efectos. Una imagen mejor la da el concepto de función matemática, en la cual se observa la forma precisa en que se vinculan dos o más variables numéricas utilizadas en la descripción de fenómenos naturales cuantificables.

Si las leyes naturales no son interrumpidas ni alteradas por una divinidad que interviene en los sucesos cotidianos, encontramos una equivalencia entre ciencia experimental y religión natural. Desde la ciencia se considera que la principal tarea humana consiste en describir leyes naturales para luego adaptarnos a ellas (mediante el proceso de adaptación cultural al orden natural), mientras que, desde la religión natural, se interpreta este proceso como una adaptación del hombre a las leyes de Dios, siendo la forma óptima de acatar la voluntad implícita subyacente a tales leyes. Al identificar ley natural con ley de Dios, se produce la fusión entre ciencia experimental y religión natural.

Debido a que todos los hombres estamos regidos por leyes similares, que son las estudiadas por las humanidades y las ciencias sociales, se advierte la validez universal de la ciencia experimental, es decir, sus resultados tienen validez para todo ser humano que habita el planeta. Que estemos regidos por idénticas leyes naturales, no significa que seamos exactamente iguales, ya que estamos en un caso similar al de las partidas de ajedrez, todas distintas entre sí, que son regidas por las reglas conocidas de ese juego.

Como toda religión concluye con una sugerencia respecto a la actitud ética que debemos adoptar, tal sugerencia o mandamiento ha de tener igual validez para todos los hombres. De ahí que la religión natural “hereda” la universalidad de la ciencia experimental. Y para que exista una verdadera religión, definida como “la unión de los adeptos”, debe tener igual validez para todos los hombres, y no tan sólo una validez individual o sectorial; tal como ocurre en la actualidad con la mayoría de las “religiones”, que no unen a los hombres sino que los dividen, constituyendo verdaderas irreligiones.

Las divisiones entre los hombres se deben a que las creencias religiones predominantes poco se basan en la ley natural, o leyes de Dios, sino en versiones indirectas establecidas en los libros sagrados. No acatar las leyes de Dios implica una concreta rebelión contra el ente creador, o contra la naturaleza, actitud muy poco religiosa. Por ello puede decirse que los conflictos entre los seguidores de distintas religiones son las consecuencias inevitables de la ignorancia, el desconocimiento o alejamiento del hombre de la ley natural.

Resulta fácil advertir que algunas religiones están dirigidas a monjes y no al ciudadano corriente. Otras promueven la violencia entre adeptos e infieles. Algunas están dirigidas al sector cuya postura filosófica coincide con la predominante en tal religión, distinguiendo entre creyentes en un orden sobrenatural y no creyentes en dicho orden. En cuestiones éticas lo importante es la actitud que debe predominar en todo individuo de manera de poder elegir una de las dos tendencias que orientan las acciones humanas: cooperación y competencia. En esto radica esencialmente el mandamiento del amor al prójimo, que tiene como fundamento el fenómeno de la empatía, por el cual disponemos de la posibilidad de ubicarnos en el lugar de otro para así poder sentir lo que el otro siente. Tal mandamiento cristiano puede interpretarse como “compartirás las penas y las alegrías ajenas como propias”, como tendencia a adoptar.

La dificultad que implica tal mandamiento no radica en su comprensión, sino en su puesta en práctica. Si bien es imposible llegar a compartir las penas y las alegrías de todos los seres humanos, lo importante consiste en ser conscientes de esa meta, ya que con ello se podrá mejorar moralmente a todo individuo y luego a la sociedad. Una sociedad que funciona aceptablemente no requiere de seres excepcionales sino de personas normales que apunten hacia cierto mejoramiento personal.

En cuanto al mandamiento del amor a Dios, desde la religión natural se lo interpreta como el “amor intelectual de Dios” surgido de Baruch de Spinoza, quien identifica a Dios con las leyes naturales que conforman el orden natural, o mejor aun, con la voluntad implícita en dicho orden.

Es posible, según lo visto, reinterpretar al cristianismo compatibilizándolo con el conocimiento y la visión que surge de la ciencia experimental, sin necesidad de hacerle cambios significativos. Recordemos que Cristo expresó: “El Reino de Dios está dentro de vosotros”, lo que puede asociarse a la preponderancia de nuestra actitud y de nuestras acciones en lugar de la actitud y las acciones que se le reclaman a un Dios con atributos humanos. Cuando se centra la atención en un Dios benefactor, y no en las propias acciones individuales, se está cerca de adoptar una postura similar a la de los antiguos paganos.

Quien ha vivido toda una vida sin haber nunca contemplado un acontecimiento que sólo pueda explicarse como una intervención divina, con una interrupción de la ley natural, y que sólo observó unos pocos acontecimientos con muy pocas probabilidades de ocurrencia, no tiene la mente preparada para pensar en un Dios que está interviniendo en forma permanente en nuestra vida cotidiana. Por el contrario, muchos creen que la virtud religiosa proviene de la virtud filosófica materializada en la creencia en un Dios que interviene en forma permanente en nuestro mundo. De esa manera eluden la necesidad de cumplir con el “Amarás al prójimo como a ti mismo”, el cual es revestido con extraños y oscuros significados con que se lo mutila, anulándose simultáneamente el fundamento de la ética cristiana; esencialmente la ética natural.

Algunos autores advierten la incompatibilidad de las ideas religiosas vigentes en épocas pasadas con la mentalidad que va surgiendo luego de los descubrimientos de Copérnico, Darwin y Hubble. Cuando el astrónomo polaco establece el modelo heliocéntrico, comienza a advertirse que la Tierra no es el centro del universo, como lugar adecuado para el “Dios hecho hombre”. Cuando el naturalista británico establece la descripción de un proceso creador indirecto, de todo lo viviente, se advierte que la Biblia es un libro que nos informa sobre cuestiones éticas, y no sobre cuestiones científicas. De ahí la expresión de Galileo de que la Biblia “nos indica cómo llegar al cielo y no cómo está hecho el cielo”. Finalmente, con el descubrimiento de la expansión de las galaxias, por parte del astrónomo norteamericano mencionado, el hombre recibe el impacto psicológico de que nuestro planeta, e incluso nuestro Sol, son como diminutas partículas perdidas en la inmensidad del cosmos.

La grandeza del hombre, sin embargo, no debe buscarse en nuestro tamaño relativo, sino en nuestro atributo de ser capaces de descubrir, procesar y transmitir información acerca del mundo en el que estamos inmersos. Arthur Koestler escribió: “En el curso del siglo XVII, las guerras religiosas quedaron postergadas en el espíritu de los pueblos por la aparición de dos factores, aparentemente no relacionados entre sí: el despertar de la conciencia nacional y el nacimiento de una nueva filosofía. Esta última, basada en los descubrimientos de Copérnico, Galileo y Kepler, fue penetrando gradualmente en capas cada vez más extensas del pensamiento popular”.

“Si la Tierra ya no estaba firmemente plantada por Dios en el centro de su universo, y era tan sólo un pequeño planeta lanzado a través del espacio, la fe religiosa, aunque sobrevivió, ya no podía seguir dominando el interés exclusivo del hombre. El cielo que le rodeaba seguía siendo el mismo, pero el objetivo de su mirada había cambiado radicalmente desde que aprendió que las estrellas fijas del firmamento no bailaban a su alrededor, como rindiéndole un homenaje, sino que hacían guiños con ironía indiferente a la minúscula criatura instalada en esta bala de cañón que giraba sobre sí misma”.

“Las consecuencias de esta transición del «destino desde arriba» al «destino desde abajo» fueron evidenciándose gradualmente. Antes de producirse la transición, las diversas religiones habían suministrado al hombre explicaciones que le servían para dar significación a todo lo que le sucedía, en el sentido más amplio de una causalidad y de una justicia trascendentales”.

“Las respuestas del pasado habían sido variadas, contradictorias, primitivas, supersticiosas o comoquiera llamárselas; pero habían sido firmes, definitivas e imperativas. Por lo menos durante una época y para una cultura determinadas, satisficieron la necesidad que sentía el hombre de encontrar confianza y protección en un mundo cruel e insondable, y guía de sus perplejidades”. “En una palabra, las antiguas explicaciones, con toda su arbitrariedad y sus embrollos, respondían a las preguntas acerca del «significado de la vida», mientras que las nuevas, con toda precisión, hacían que la pregunta misma sobre esa significación careciese de significado”.

“La religión no ha muerto, ni ha sido soterrada por la nueva filosofía. Ha quedado sencillamente relegada en un compartimiento estanco de la mente, que se ha precintado para evitar que entre en contacto con el razonamiento lógico. La incompatibilidad entre las dos mitades en que quedó dividida la mente se ha ido atenuando, gracias a las habilidades diplomáticas de las iglesias para apaciguar a la ciencia, y a la resistencia psicológica de los creyentes a admitir su fisura. Pero, a pesar de esos parachoques mentales, la religión ha perdido gradualmente su poder, se ha hecho quebradiza y fragmentaria” (De “Expresión del pensamiento contemporáneo” de Ignacio Iglesias (compilador)-Editorial Sur SA-Buenos Aires 1965).

La tradición teísta, que imperaba en el sector occidental hace unos siglos atrás, ha ido cediendo lugar al ateísmo, al nihilismo y a religiones paganas, sectores con objetivos de dominación antes que de liberación del hombre. De ahí que la religión natural sea la mejor (o única) alternativa que ofrece esta época por cuanto compatibiliza, de una vez por todas, ciencia y religión.

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