jueves, 11 de mayo de 2017

La infalibilidad papal

Los enormes progresos logrados por la ciencia experimental se deben esencialmente a que consiste en un proceso por el cual se corrigen los errores y se adopta una postura en la que nunca se asegura haber llegado a la verdad final, ya que sólo puede asegurarse que una hipótesis verificada “no es errónea”, dejando abierta la posibilidad de que aparezca una hipótesis mejor o que se descubra algún fenómeno natural desconocido que ponga en duda su veracidad. Se rige, además, por el principio “democrático” por el cual lo que alguien puede observar y verificar, todos pueden hacerlo.

Esta actitud exitosa contrasta notablemente con la postura de los ideólogos totalitarios que aseguran ser poseedores exclusivos de la verdad, y de ahí que prohíben todo tipo de disidencia. La soberbia del líder totalitario puede sintetizarse en una expresión de Benito Mussolini: “El Duce nunca se equivoca”.

Al surgir en el siglo XIX el dogma de la Iglesia Católica (no bíblico) acerca de la supuesta infalibilidad papal respecto de cuestiones de la fe y las costumbres, por estar asistidos por el espíritu Santo, se advirtió que se trataba de una postura similar a la de los líderes totalitarios y alejada de la actitud del científico experimental. Robert Grosche escribió: “Cuando en el año 1870 se definió la infalibilidad del Papa, la Iglesia tomó a un nivel superior la misma decisión por la que hoy se inclina: a favor de la autoridad y en contra de la discusión, a favor del Papa y en contra de la soberanía del Concilio, a favor del caudillo y en contra del Parlamento”.

Por otra parte, Hans Küng escribió: “Hace tiempo que la antigua infalibilidad de quienes gobernaban por la gracia de Dios, de los reyes, emperadores y zares, ha dejado de ser un problema. Y la más reciente infalibilidad de quienes gobiernan apoyados en su propio poder, de autócratas y dictadores –Duce, Führer, Caudillo, secretario general- se ha vuelto quebradiza después de la Segunda Guerra Mundial, después de Auschwitz, del archipiélago Gulag, de la democratización de España y del inicio de la desmaoización en China”.

“Sólo queda la cuestión de la infalibilidad de los partidos que «siempre tienen razón», y de sus representantes actuales, que se continúa manteniendo como antes reprimida y en silencio, recurriendo a todos los métodos opresivos y represivos –desde Moscú hasta La Habana- ¿Y qué pasa entonces –replican muchos- con la infalibilidad de las Iglesias que «siempre tienen razón»? ¿Con la infalibilidad de sus representantes pasados o actuales, que invocan la autoridad del Espíritu Santo? Si se hace abstracción de todas las diferencias restantes, algo al menos ha quedado en claro: resulta ya imposible, después del Concilio Vaticano II, limitarse a reprimir dentro de la Iglesia Católica la cuestión que plantea esta infalibilidad” (Del Prólogo de “Cómo llegó el Papa a ser infalible” de August Bernhard Hasler-Editorial Planeta SA-Barcelona 1980).

Si suponemos cierta tal infalibilidad, se detiene en la Iglesia todo progreso por cuanto ningún Papa puede contradecir a otro anterior, limitándose a confirmar lo que antes se dijo. Justamente, si se indaga en el pasado, se podrá advertir que no hubo coincidencias entre los diversos Papas, por lo que, al menos antes de 1870, tal infalibilidad no funcionaba. Cuando la misma idea fue propuesta durante el siglo XIII, fue rechazada por el Papa de entonces. August Bernhard Hasler escribió al respecto: “En el año 1279, Nicolás III se decidió en la disputa sobre la pobreza a favor de los franciscanos, declarando que la renuncia en comunidad a los bienes constituía un posible camino de salvación. Un año después Petrus Olivi intentó convertir en irrevocable esta decisión papal, afirmando que el Papa era para todos los católicos la norma infalible en cuestiones de fe y de costumbres”.

“Unos cuarenta años después, el Papa Juan XXII tomó una decisión distinta en la cuestión de la pobreza. Los franciscanos invocaron entonces las declaraciones contrarias e «irrevocables» de su predecesor, Nicolás III. Sin embargo, Juan XXII no quiso saber nada de su propia infalibilidad. Consideró que era una limitación inaudita de sus derechos soberanos, y en la bula «Qui quorundam», en 1324, condenó la doctrina franciscana de la infalibilidad pontificia como obra del diablo”.

“Por grotesca que pueda parecernos hoy la protesta papal, era muy cierto que la infalibilidad significaba en todo caso una limitación del poder de cada Papa, que a partir de entonces quedaba atado por las declaraciones infalibles de sus predecesores. De momento, los obispos de Roma perdieron todo interés por esta doctrina, y su discusión dio marcha atrás durante siglos”.

En otra circunstancia, cuando tres Papas se disputaban el poder, algunos pensaron que el Concilio habría de ser el infalible. “El pontificado tenía motivos muy distintos de preocupación. Numerosos cismas sacudían la unidad de la Cristiandad occidental. Unos Papas se enfrentaban con otros Papas. El mismo pontificado ignoraba qué salida encontrar a esta situación imposible. La salvación llegó con el Concilio General convocado por el emperador alemán en Constanza (1414-1418). Los tres Papas que litigaban y se excomulgaban mutuamente fueron depuestos; el Concilio eligió un nuevo Papa. ¿Es de extrañar que el Papado cayera en descrédito? ¿Qué muchos hicieran valer de nuevo al Concilio como autoridad suprema de la Iglesia? Pronto surgió la idea de que la instancia infalible residía en el Concilio”.

“De este modo se hace visible a fines de la Edad Media la tendencia a buscar una instancia infalible –sea ésta un Papa o bien un Concilio- que preste su apoyo al gran sistema religioso. Se ha perdido la primitiva fuerza religiosa, y, sin embargo, todo el edificio de la sociedad continúa descansando sobre los cimientos de la religión. Detrás de la fachada totalmente intacta reinan la duda y la inseguridad. Aparecen en la Filosofía y en la Teología fenómenos de disolución. La búsqueda de la infalibilidad aparece, pues, como un intento desesperado por recuperar la seguridad perdida”.

El dogma de infalibilidad no es otra cosa que un intento de desplazar como instancia superior a la propia ley natural, o ley de Dios. Al aceptarse la infalibilidad humana, se convierte a todos los católicos en súbditos de la Iglesia en lugar de ser considerados librepensadores que tienen como límite sólo a la ley natural. La Iglesia cambia su función de divulgadora del cristianismo considerándose una representante del mismo con poder de decisión propia y a veces independiente de la Biblia.

La misión esencial de todo predicador cristiano implica lograr que el hombre trate de compartir las penas y las alegrías de los demás como propias, pasando a un lugar secundario las creencias u otros aspectos menos significativos. Hasler agrega: “La idea de que el mismo Jesús guiaba a la Iglesia mediante su espíritu dejó paso al concepto de que Jesús encomendaba a sus discípulos la misión de apóstoles, de representantes suyos, y confiándoles de este modo la dirección de la Iglesia. Los discípulos, a su vez, ya no se legitimaban por lo que predicaban, sino por la misión que habían recibido de Jesús. De este modo se desplazó el criterio sobre la doctrina correcta, pasando del contenido a la misión válida”.

Se logra de esta manera el reemplazo de lo que Cristo dijo a los hombres por lo que los sacerdotes dicen sobre Cristo. Se ha llegado así a la indignante situación en que miles de niños en los EEUU, Irlanda y otros países, han sido abusados por los “predicadores” que conocen perfectamente la Doctrina de la Iglesia pero que han olvidado los prioritarios mandamientos que Cristo estableció. A ello se les suman algunas congregaciones que promueven el odio y la violencia entre sectores promoviendo el marxismo-leninismo bajo un disfraz cristiano.

Como todos los hombres cometemos errores, ya que es parte de nuestra naturaleza avanzar mediante “prueba y error” en el proceso de adaptación al orden natural, y al suponer que quienes están asistidos por el Espíritu santo quedan exentos de esta ley general, los errores deberán ser atribuidos entonces al Espíritu santo por “no asesorar al Papa en forma correcta”. La no derogación posterior del dogma mencionado implicó además su aceptación y su adhesión. “Pablo VI renunció a su tiara, y sus dos sucesores, Juan Pablo I y Juan Pablo II, al trono y a la corona. Sin embargo, los Papas han mantenido su pretensión de infalibilidad y con ello su posición de poder. Lo que se buscaba era precisamente el poder cuando, en el año 1870, se atribuyó al Papa la imposibilidad de errar en materia de fe y costumbres, adjudicándose de este modo una autoridad inmediata sobre toda la Iglesia”.

La existencia de un supuesto asesoramiento del más allá, como también los sucesivos mensajes que los iluminados reciben desde lo alto, parecen indicar que existiría una actualización permanente del mensaje bíblico que no pudo ser expresado plenamente en su momento. Para tales creyentes resulta necesario “algo más” que los mandamientos de Cristo, como si tratar de compartir las penas y las alegrías de los demás como propias no fuera una tarea enorme, difícil de llevar a cabo, y que lleva toda una vida poder acercarse, y toda la vida de la Iglesia poder convencer a la gente acerca de las ventajas de su cumplimiento.

El mandamiento del amor al prójimo es tan fácil de entender como difícil de poner en práctica, de ahí la renuncia de muchos teólogos, que “se aburren” con lo simple y lo cotidiano, y buscan “lo profundo y lo complejo” revistiendo de misterios y haciendo inaccesible al hombre común la directiva cristiana que le ha de posibilitar su orientación en la vida.

Si se fracasa con la misión evangelizadora, debe dejarse a otras instituciones que cumplan una mejor tarea orientadora. Mientras tanto, debe buscarse en las palabras evangélicas, y en su atractivo magnetismo, la inspiración para que el hombre se imponga a sí mismo una tarea de mejoramiento individual. Todo intento de buscar instancias superadoras que llegan desde arriba implica un tácito rechazo de lo que se supone insuficiente o carente de un eficaz poder de convencimiento. Se olvida que la actitud del amor es la que realmente soluciona todos los conflictos y problemas humanos; de ahí que su difícil acatamiento explica porqué el hombre y la sociedad permanecen en un estado de decadencia a pesar de haber logrado un progreso evidente en muchas áreas del conocimiento.

La única solución infalible es aquella por la cual todo individuo se decide, al menos, a intentar compartir las penas y las alegrías de los demás como propias. Aun cuando lo consiga sólo parcialmente, el hecho de buscar tal objetivo indica que ha logrado orientar su vida por el camino correcto.

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