miércoles, 12 de abril de 2017

Impacto psicológico de las ideologías totalitarias

Resulta llamativo observar la diferente respuesta de la opinión pública ante el nazismo y el socialismo, cuando en realidad las catástrofes humanitarias producidas por ambos movimientos fueron similares. Incluso la cantidad de víctimas debidas a Mao-Tse-Tung y Stalin, en conjunto, resultaron entre 4 y 5 veces mayores que las producidas por Hitler. Sin embargo, a los primeros “se los perdona” mientras que a éste, no. Por el contrario, se ataca al fascismo como el peor de los males cuando las victimas de Mussolini, comparativamente, parecen insignificantes. También se considera al capitalismo (democracia política + democracia económica) como el mal extremo, algo que no debe asombrar a nadie por cuanto se trata de una opinión proveniente de los silenciosos admiradores de Mao y de Stalin. Este “éxito” logrado por los promotores del socialismo, establecido mediante una tergiversación de la historia y de la verdad, tiene un elevado costo, ya que, mientras más nos alejemos de la realidad, mayores serán los padecimientos que, como individuos y como sociedad, deberemos soportar.

Resulta interesante indagar los escritos de aquellos intelectuales que pertenecieron al Partido Comunista y que luego lo abandonaron, para advertir los efectos que la ideología marxista-leninista les produjo, tal el caso de Arthur Koestler, quien formó parte del Partido Comunista de Alemania. Dicho autor escribió: “Fui hacia el comunismo como quien va hacia un manantial de agua fresca y dejé el comunismo como quien se arrastra fuera de las aguas emponzoñadas de un río cubiertas por los restos y desechos de ciudades inundadas y por cadáveres de ahogados. Esta es en suma mi historia desde 1931 a 1938, desde la época en que tenía veintiséis años hasta que cumplí treinta y tres. Las cañas y juncos a que me aferré, y que me salvaron de ser tragado por aquellas turbias aguas, fueron el nacimiento de una nueva fe que, teniendo sus raíces en el fango, es algo esquivo, huidizo, pero tenaz. No puedo definir de otro modo la condición de esa fe, sino diciendo que en mi juventud miraba el universo como un libro abierto, impreso en el lenguaje de ecuaciones físicas y de determinaciones sociales, en tanto que ahora se me manifiesta como un texto escrito con tinta invisible, del cual, en raros momentos de gracia, conseguimos descifrar algún pequeño fragmento” (De “Autobiografía” II-Editorial Debate SA-Madrid 2000).

Mientras que los nazis destruían la vida de judíos y de pueblos no arios, debido al racismo predominante en su ideología, los marxistas-leninistas destruían la vida de los integrantes de la clase social burguesa, llegando en este caso a unas 100 millones de victimas contra unas 22 millones ocasionadas por los nazis (según “El Libro Negro del Comunismo” de S. Courtois y otros-Ediciones B SA-Barcelona 2010). Koestler escribe al respecto: “El origen social de los padres y abuelos de un miembro del partido es tan decisivo en un régimen comunista como el origen racial lo fue en el régimen nazi. Por eso, los intelectuales comunistas que procedían de la clase media procuraban siempre por todos los medios darse aire de proletarios. Usaban burdas chaquetas de punto, llevaban las uñas sucias y hablaban en la jerga de la clase trabajadora. Era artículo de fe indiscutido el que los miembros de la clase obrera, independientemente del nivel de su inteligencia y educación, siempre tendrían un enfoque más correcto de cualquier problema político que un intelectual ilustrado. Se suponía que ello se debía a una especie de instinto arraigado en la conciencia de clase. He aquí, pues, otro claro paralelo con el desprecio nazi por «el destructivo talento judío», opuesto al instinto «sano y natural de la raza»”.

“El proceso de degeneración había sido gradual y continuo, pues es posible descubrir ya el germen de la corrupción en la obra de Marx: en el tono cáustico de sus polémicas, en los denuestos dirigidos a los que se le oponían y en considerar como traidores a la clase trabajadora y agentes de la burguesía a los adversarios y disidentes, Marx trató a Proudhon, Düring, Bakunin, Liebknecht, Lasalle exactamente como Stalin trató a Trotski, Bujárin, Zinóviev, Kaméniev y otros, sólo que Marx no tenía poder para hacer matar a sus víctimas”.

“Mientras fui un verdadero creyente, la fe tuvo un efecto paralizador sobre mis facultades creadoras. La doctrina marxista es una droga como el arsénico o la estricnina; droga que, ingerida en pequeñas dosis, determina un efecto estimulante, pero paralizador de las facultades creadoras cuando se la toma en grandes cantidades. La mayor parte de los escritores «con conciencia de clase» del decenio al que me refiero fueron estimulados por la doctrina marxista porque no ingresaron en el partido, sino que permanecieron como simpatizantes de él a una segura distancia. Los pocos que efectivamente tomamos una parte activa en la vida del partido –tales como Víctor Serge, Richard Wright, Ignazio Silone- nos sentimos frustrados mientras permanecimos en él y sólo volvimos a encontrar nuestras verdaderas voces después del rompimiento”.

Las actividades de los miembros del partido apuntaban esencialmente a la destrucción de las sociedades en decadencia (no a su reparación) para ser reemplazadas por una sociedad utópica, propuesta por Marx e impuesta por Lenin, y en la cual el trabajo (y no los afectos) habría de ser el vínculo entre sus integrantes. De ahí que llevaran una doble vida; una normal y legal y otra clandestina e ilegal. Koestler agrega: “El hombre que encontré en el lugar y a la hora señalados era el señor Ernst Schneller, cabeza del Departamento de Agitación y Propaganda del Partido Comunista alemán…Y sin embargo, Schneller era también un miembro del Parlamento alemán. Esa existencia doble, por un lado como dignatario oficial y por otro como oculto conspirador, en modo alguno era excepcional. Una gran parte de los miembros del Partido Comunista vivía, y aún vive, para valernos de una expresión tomada de la jerga del partido francés, ‘à cheval’, expresión de la ruleta que se aplica al jugador que apuesta simultáneamente a dos números. Pero en modo alguno se considera indigna semejante existencia. Aprovecharse plenamente de las libertades constitucionales que asegura la sociedad burguesa con el fin de destruirlas constituye un principio elemental de la dialéctica marxista”.

Una ideología que apunta hacia el colectivismo, busca limitar y anular todo rastro de individualidad personal por cuanto la utopía socialista requiere de cierta uniformidad favorable a una ciega obediencia posterior hacia los dirigentes socialistas, renunciando a afianzar sus propios atributos y potencialidades. “Sólo gradualmente vine a darme cuenta de la existencia de ciertas corrientes submarinas que se movían por debajo de la libre y tersa superficie. Las amistades individuales entre los miembros de la célula eran consideradas, si no exactamente reprensibles, sí empero ligeramente ambiguas y sospechosas de «fraccionalismo» político. El «fraccionalismo» -la formación de fracciones o grupos de política independiente- constituía un crimen capital en el partido, de modo que cuando se observaba que dos o más camaradas se reunían con frecuencia y adoptaban los mismos puntos de vista durante las discusiones inevitablemente surgía la sospecha de que estaban formando una fracción secreta”.

“Así como en las escuelas de internos y en los conventos cuando se observan lazos personales muy estrechos se sospecha que ellos tienen un fundamento erótico, las amistades entre los miembros del partido despiertan automáticamente sospechas políticas. Y esa actitud tiene su razón de ser, pues, entre personas cuya vida está enteramente dedicada al partido y colmada por éste, es muy difícil que se dé una amistad no política. Los lemas del partido cargan el acento sobre la difusa e impersonal «solidaridad de la clase trabajadora», en lugar de hablar de amistad individual, y sustituyen la fidelidad al amigo por la «fidelidad al partido». Ser fiel al partido significa desde luego una obediencia incondicional y significa además repudiar a los amigos que se hayan desviado de la línea trazada por el partido o que, por cualquier razón, hayan caído bajo sospecha”.

“Casi inconscientemente aprendí a vigilar todos mis pasos, palabras y pensamientos. Aprendí a darme cuenta de que cualquier cosa que dijera en la célula o en privado, aun a la muchacha camarada que se acostaba conmigo, quedaría registrada y que algún día podría utilizarse contra mí. Me di cuenta de que mis relaciones con los otros miembros de la célula no tenían que guiarlas la confianza, sino «la vigilancia revolucionaria», que era un deber informar acerca de toda observación herética que se recogiera, un crimen contra el partido dejar de hacerlo, y que sentir repugnancia contra tal código moral era un prejuicio de «petit-bourgeois» [pequeño burgués] sentimental”.

Lo interesante, y trágico, acerca de las exigencias que se les hacían a los miembros del partido, es que, en el futuro, y una vez en el poder, serían exigencias impuestas a todos los miembros de la sociedad, les gustara o no. También el arte y la literatura deberían promover y exaltar al grupo y minimizar al individuo. “Análogamente tuvimos que reformar nuestros gustos literarios, artísticos y musicales. La forma suprema de la música era el canto coral porque representaba una forma colectiva, opuesta a toda manifestación individualista. Esta concepción condujo a un súbito e inesperado renacimiento del antiguo coro griego en las piezas comunistas de ‘avant-garde’ de los años que van de 1920 a 1930. Pero como de todos modos los caracteres individuales no podían suprimirse sin más en la escena hubieron de estilizarse, despersonalizarse, tipificarse”.

“Análogos principios eran los que regían la novela comunista. El personaje principal no era un individuo, sino un grupo: los miembros de una partida de guerrilleros en la guerra civil; los campesinos de una aldea que se hallaba en vías de transformación en una granja colectiva; los obreros de una fábrica empeñados en cumplir el plan quinquenal. La tendencia de una novela tenía que ser «constructiva», esto es, didáctica; toda obra de arte debía expresar un mensaje social. Y puesto que, como ya he dicho, era menester evitar enteramente a los héroes individuales, éstos quedaban convertidos en representantes típicos de una clase social dada o de una actitud partidaria o política”.

Todo miembro del partido debía hacer un esfuerzo mental para anular sus pensamientos propios si diferían de lo estipulado por la ideología. “Es relativamente fácil explicar cómo una persona con mi historia y antecedentes pudo llegar a convertirse en comunista, pero más difícil es expresar el estado de ánimo que llevó a un joven de veintiséis años a avergonzarse de haber estado en una universidad, a maldecir su propia agilidad mental, la pureza de su dicción en el lenguaje, a considerar los gustos y hábitos civilizados adquiridos como una constante fuente de reproches, y la mutilación intelectual de su personalidad como un fin deseable. Si me hubiera sido posible extirpar esos gustos y hábitos como si se tratara de un forúnculo me habría sometido gustosamente a la operación”.

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