domingo, 5 de marzo de 2017

Del derecho divino de los reyes al líder totalitario

A lo largo de gran parte de la historia, la legitimidad de un gobernante fue asociada a la religión, ya sea porque se consideraba que fuera designado por Dios en forma directa o bien indirecta a través del pueblo, o bien que se lo identificara con el mismísimo Dios. De esa forma, se buscaba restablecer en la sociedad un orden similar al existente en la naturaleza, en donde el dios o los dioses gobernaban todo lo existente, mientras los hombres debían obedecer su voluntad. Quienes aceptan una intervención de Dios en los acontecimientos cotidianos, suponen que también ha de intervenir en cuestiones tan importantes como el acceso de los gobernantes al poder. J. R. Llerena Amadeo y E. Ventura escriben al respecto: “Existe en la conciencia de los hombres, con mayor o menor claridad, la convicción de que el poder, y la relación de mando y obediencia, no se sustenta ni en la pura fuerza, ni en la pura voluntad humana. En todas las épocas y lugares, la humanidad ha buscado un fundamento distinto del poder político. Tanto su necesidad como la generalidad que demuestra, la ha llevado a creer y aceptar razonadamente su fundamento divino”.

“Los pueblos paganos no atribuían el origen del poder a un Dios único sino que, creyendo en multitud de dioses o adorando como si fueran dioses a quienes eran tan sólo criaturas, atribuían a éstas el origen del poder”.

“En Egipto, donde el Faraón era identificado con una divinidad y considerado dios, él mismo encarnaba el poder, debiéndosele obediencia en su doble carácter de gobernante y divinidad. Así se le tributaban cultos religiosos y su persona se confundía con la del dios Ra”.

“Sin llegar a tal extremo, los persas extendían a sus emperadores el prestigio de su divinidad. No los confundían, pero sí los consideraban agentes de la deidad, motivo por el cual en ellos se unificaba el poder político con el poder religioso” (De “El orden político”-A-Z Editora SA-Buenos Aires 1994).

Algo similar ocurre en India, China y otros pueblos, hasta que incluso los romanos adoptan esa creencia. “Los romanos sentían una suerte de repugnancia a hacer de sus dioses seres como nosotros: sus dioses son, en realidad, actos divinos. Se comprende así que después de siglos, y habiendo sufrido la influencia de Oriente, hayan reconocido carácter divino a los emperadores. Con Servio Tulio, y mediante la institución de la Apoteosis Imperial y las Augustales, se caerá en la divinización del emperador”.

También Cristo reconoce cierta legitimidad del gobernante debido a la influencia de Dios. Los citados autores agregan: “El cristianismo reafirma toda esa enseñanza y la exhortación de «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» no la altera para nada. Es así que podemos leer en los Evangelios: «Y volviendo a entrar en el Pretorio, dijo a Jesús: ¿de donde eres tú? Mas Jesús no le respondió palabra. Por lo que Pilatos le dice: ¿A mí no me hablas?, ¿No sabes que tengo potestad para crucificarte y potestad para soltarte? Respondió Jesús: No tendrías poder alguno sobre Mí si no te fuera dado de arriba (Juan 19-9-11)»”.

Mientras que reyes y emperadores respetaban las leyes morales aceptadas, no existía mayor peligro, como en el caso en que las desconocen. Lo que ocurre en este caso es que tales gobernantes tienden a buscar un poder ilimitado creyendo que en realidad son divinidades y atribuyéndose el derecho de transformar caprichos y vanidades personales en leyes para ser aplicadas a los demás. La limitación necesaria puede ejemplificarse con una alocución dirigida al Rey de Inglaterra Carlos II: “Nosotros creeremos y sostendremos que el título de nuestros reyes no emana del pueblo sino de Dios; que sólo ante Él son ellos responsables; que a los vasallos no corresponde ni crear ni censurar, sino honrar y obedecer a su Soberano, quien lo es por un fundamental derecho de sucesión”.

“Obligados estamos a dar obediencia…empero cuando exige algo contrario a lo que por Dios nos ha sido mandado, entonces no le debemos dicha obediencia activa, podemos, más aún digo, debemos rehusarnos a obrar de ese modo…en tal caso obedeceremos a Dios antes que a los hombres”.

Sin desconocer totalmente la idea del derecho divino de los reyes, John Locke propone limitar el poder de los mismos mediante leyes establecidas por el Parlamento inglés. El criterio predominante en los comienzos del liberalismo implica la adopción de cierto “factor de seguridad” consistente en la división de poderes y en el gobierno de las leyes, previendo los posibles excesos de los reyes al adoptar posturas tiránicas o absurdas. Es la época en que comienza a tener influencia la idea de un Dios inmanente en lugar del Dios trascendente que actúa cotidianamente en los acontecimientos humanos. M. Prelot y G. Lescuyer escriben: “El derecho natural moderno reemplaza…la acción y la voluntad personal y trascendental de Dios por el orden inmanente a la naturaleza humana. La razón se ve encarada en sí misma, abstracción hecha de Dios y de la revelación”.

“La primera intervención decisiva de Locke en la marcha del pensamiento político es hacer pasar el derecho natural del lado de la libertad individual. Así toma de Hobbes sus propias armas para utilizarlas esta vez en el sentido de la libertad. La construcción de los jusnaturalistas era polivalente. El estado de naturaleza, el contrato social son hipótesis que pueden servir para muchos fines: el estado de naturaleza considerado como estado de guerra, el contrato social encarado como una especie de rendición incondicional conducen al absolutismo; el estado de naturaleza considerado como estado de paz, el contrato social considerado como una convención limitada, condicional y revocable, pueden muy bien conducir a la libertad. Locke estima que incluso surgen normalmente: «La ley de naturaleza es de obligación porque es de libertad»” (De “Historia de las ideas Políticas”-La Ley SA-Buenos Aires 1986).

Thomas Hobbes proponía que las leyes debían de ser emitidas por el propio gobernante. Llerena Amadeo y Ventura escriben al respecto: “El Estado nacido en Hobbes mediante el contrato, recibe su autoridad de los hombres que lo han creado, como habrá también de recibir de ellos su finalidad. Causa de poder, la voluntad humana es también causa de derecho. Hobbes desconoce la existencia del derecho natural. En esto es absolutamente coherente con su doctrina: «el mantenimiento de la paz exige que el soberano posea una autoridad completa, no debiendo estar sometido a ninguna ley que no provenga de él, ya sea natural o eclesiástica». La doctrina de Hobbes engendra así un radical positivismo jurídico. Así lo expresa Hobbes cuando en su obra cumbre Leviatán apunta: «De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido»”.

Los totalitarismos del siglo XX se caracterizaron por la existencia de gobernantes que no acataban ninguna ley, y menos de origen natural o religioso, encontrando algunos de ellos su legitimidad en el hecho de ser integrantes de la “raza superior” (nazismo) mientras que otros la encontraron en el hecho de ser integrantes de la “clase social superior” (marxismo-leninismo). “Para Marx –que es positivista y evolucionista- sólo la fuerza sustenta al poder. En el Manifiesto Comunista lo dice con total claridad: «El poder político, hablando con propiedad, es la violencia organizada de una clase para la opresión de la otra»”.

“Cuando más tarde, Lenín define uno de los conceptos claves de la doctrina marxista-leninista, el de la dictadura del proletariado, dirá que es «el poder conquistado y conservado mediante la violencia ejercida por el proletariado contra la burguesía, poder que no está limitado por ninguna ley» (De “El orden político”).

Los diversos populismos y totalitarismos que se sucedieron a lo largo del siglo XX y del actual, fueron impulsados por líderes que se caracterizan por no respetar ninguna ley y por buscar el máximo poder posible. “El peligro que veía Montesquieu de que los «poderes» o funciones sean asumidos por la o las mismas personas se ha concretado en países como la Argentina, cuando el mismo partido político ha contado con el manejo del ejecutivo, legislativo y judicial. Así ha ocurrido en las oportunidades en que el Partido Peronista llegó al poder, asumiendo de esa manera la suma del poder público, situación que nuestra Constitución ha querido evitar”.

“En 1946, contándose con la mayoría en el Congreso, mediante la utilización del sistema del juicio político, se destituyó a la Corte Suprema de Justicia y luego, en 1949, a raíz de la sanción de la nueva constitución se efectuó una renovación del Poder Judicial. Durante ese mismo periodo el Congreso delegó en el Poder Ejecutivo, con motivo de la aprobación del Plan Quinquenal, la facultad de declarar como de utilidad pública bienes que luego serían expropiados”.

“En 1973 se recurrió a una ley especial de jubilación para introducir cambios sustanciales en la composición del Poder Judicial produciendo un verdadero vaciamiento del mismo. De esta manera los tres poderes actuaban conforme lo disponía el partido y éste conforme los pensamientos de su líder carismático o del «entorno» que rodeaba a quienes ejercían el Poder Ejecutivo” (De “El orden político”).

Mientras que desde unos siglos atrás se consideraba, como garantía de legitimidad de un gobierno, ser designado por Dios, en los últimos tiempos tal garantía consiste en ser “designado por el pueblo”. En este caso, la legitimidad de acceso al poder resulta prioritaria a la legitimidad de la propia gestión, ya que sólo se considera si el gobernante “ama al pueblo” o bien lo ignora.

Bajo las tendencias de tipo socialdemócrata o populista, la misión esencial del Estado consiste en quitarle parte de las riquezas producidas a quienes son aptos para esa actividad para redistribuirlas entre quienes son ineptos. Mientras que en otras épocas se consideraba inepto sólo a quien padecía alguna incapacidad física o mental, en la actualidad se ha ampliado tal designación para abarcar al vago y al irresponsable. Mientras se predica la igualdad, bajo todas las formas posibles, se parte del concepto de que existen personas aptas e ineptas para la producción, y que es necesario hacer vivir a estas últimas a costa de aquellas, en lugar de considerar que potencialmente todos somos aptos para el trabajo productivo.

En lugar de facilitar la producción, el Estado busca proteger a los ineptos otorgándoles puestos estatales de pseudo-trabajo, con lo cual se reduce la posibilidad de inversión productiva y de crecimiento económico. Luego se convence al pueblo que las cosas no andan bien por culpa del imperialismo yanqui o por el sistema capitalista, y nunca por el derroche de recursos y por haber reducido drásticamente el sector productivo a costa de agrandar ilimitadamente el sector burocrático estatal.

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