martes, 6 de diciembre de 2016

De la trascendencia individual a la colectiva

El hombre, al ser consciente de la limitación temporal de su vida, busca hacerla trascendente, ya sea realizando alguna obra social, literaria, científica o artística, para que queden en el futuro los rastros de su paso por este mundo. Las grandes realizaciones humanas son motivadas, parcialmente, por la búsqueda de esta inmortalidad indirecta, sin descartar por ello la inmortalidad directa que propone la religión. Sin esa motivación, serían poco comprensibles algunas realizaciones, como las pirámides de Egipto o los grandes imperios militares y políticos.

No toda búsqueda de inmortalidad indirecta, a través de realizaciones individuales, genera resultados positivos para el resto de la sociedad, ya que también aquí el hombre muestra tanto actitudes cooperativas como egoísmos exagerados. Luego, los pueblos se caracterizan por sus diversas maneras de trascender en la historia de la humanidad. Así, un romano expresó que, mientras que egipcios y griegos se caracterizaban por realizar obras con poco sentido práctico, los romanos construían caminos y acueductos que tenían utilidad para todo el pueblo.

La búsqueda de trascendencia puede considerarse como una prolongación del instinto natural que tenemos los seres humanos de proteger y mantener la vida; definido por Spinoza como la tendencia del hombre a “perseverar en su ser”. Este instinto básico resulta más relevante que la búsqueda de poderío económico, como generalmente se cree. Lewis Mumford escribió: “Todas las preguntas que el hombre formula sobre su vida son multiplicadas por el hecho de la muerte, porque el hombre difiere de todas las otras criaturas, al parecer, por ser consciente de su propia muerte y por no reconciliarse nunca del todo con su participación en el destino natural de todos los organismos vivos”.

“El árbol de la sabiduría, con su manzana que daba al hombre el conocimiento del bien y del mal, también produjo un fruto más amargo que el hombre arrancó de sus ramas: la conciencia de la brevedad de la vida individual y la muerte inevitable. En su resistencia a la muerte, el hombre ha adquirido a menudo la máxima aserción de la vida: como un niño a la orilla del mar, que trabaja desesperadamente para construir los muros de su castillo de arena antes que la próxima ola rompa sobre él, el hombre, a menudo, ha hecho de la muerte el centro de sus más caros esfuerzos, labrando templos en la roca, levantando altas pirámides en el desierto, transportando las burlas del poder humano en visiones de omnipotencia casi divina, traduciendo la belleza humana en la piedra eterna, la experiencia humana en palabras impresas, y el tiempo mismo, detenido en el arte, en un simulacro de eternidad”.

“La muerte acaece a todas las cosas vivientes; pero sólo el hombre ha podido extraer de la amenaza constante de la muerte la voluntad de perdurar, y del deseo de continuidad e inmortalidad en todas sus formas concebibles ha obtenido un tipo de vida más significativo, en la que el Hombre redime la pequeñez de los hombres individualmente” (De “La condición del hombre”-Orientación Cultural Editores SA-Buenos Aires 1948).

Al adoptar una valoración económica, consideramos que la vida de cada hombre vale por ser útil y escasa, y que si fuese bastante más larga y segura, se perdería bastante de la efectividad que surge de su limitación temporal. José Ortega y Gasset dijo que, mientras que algunos hombres no saben qué hacer con su vida y con su tiempo, pretenden encima lograr la inmortalidad, ya que una inmoralidad de tedio y aburrimiento sería algo insoportable.

Cuando la reina de Inglaterra le pregunta a Michel Faraday acerca de para qué servía la electricidad, la nueva ciencia del siglo XIX, le responde: “Para lo que sirve un recién nacido”. Se refería al valor de una vida que recién empieza y que no puede realizar aportes individuales. Sin embargo, es el ser de mayor valor por cuanto brinda a sus padres y familiares motivaciones adicionales para afrontar la vida.

Acerca del “hambre de inmortalidad”, Miguel de Unamuno escribió: “Recordemos una vez más, aquello de Spinoza de que cada ser se esfuerza por perseverar en él, y que este esfuerzo es su esencia misma actual, e implica tiempo indefinido, y que el ánimo, en fin, ya en sus ideas distintas y claras, ya en las confusas, tiende a perseverar en su ser con duración indefinida y es sabedor de este su empeño”.

“El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma: fáltame en él aire para respirar. Más, más y cada vez más: quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada!” (De “Del sentimiento trágico de la vida”-Editorial Espasa-Calpe SA-Madrid 1980).

Algunos prefieren vivir plenamente el presente en lugar de sembrar para el futuro; renuncian al trabajo intenso priorizando el placer cotidiano. Otros, por el contrario, priorizan las metas importantes que les permitirán lograr una merecida trascendencia. Alguien que buscaba ambas metas fue el astrónomo danés Tycho Brahe. Carl Sagan escribió: “En una cena ofrecida por el barón de Rosenberg, Tycho, que había bebido mucho vino, «dio más valor a la cortesía que a su salud» y resistió los impulsos de su cuerpo por levantarse y excusarse unos minutos ante el barón. La consecuente infección urinaria empeoró cuando Tycho se negó resueltamente a moderar sus comidas y sus bebidas. En su lecho de muerte legó sus observaciones a Kepler, y «en la última noche de su lento delirio iba repitiendo una y otra vez estas palabras, como si compusiera un poema: ‘Que no crean que he vivido en vano…Que no crean que he vivido en vano’»” (De “Cosmos”-Editorial Planeta SA-Barcelona 1982).

Mientras que el delincuente busca trascender aun a costa de perjudicar a otros, el político irresponsable busca tener su propia página en el libro de la historia nacional, generalmente a costa de haber logrado una popularidad basada en engaños y exenta de acciones positivas. Este grotesco y ridículo espectáculo, resulta algo típico de los países subdesarrollados.

La religión propone el premio de la vida eterna, algo que ha de ser muy valioso, por lo que ha de tener seguramente un costo importante. Éste ha de consistir en el trabajo de mejora ética individual que nos permitirá cumplir con los mandamientos respectivos. Como todo trabajo, ha de requerir voluntad y esfuerzo. Sin embargo, algunos lo asocian a un sufrimiento disociado de todo vínculo con el prójimo, por lo cual se advierte que no podrá cumplir con el mandamiento que nos ordena compartir las penas y alegrías de los demás.

Quien los cumpla, advertirá que el camino de la inmortalidad es el mismo que el camino de la felicidad, siendo algo que puede comprobarse fácilmente. La infelicidad, por el contrario, surge generalmente en quienes ni siquiera intentan cumplirlos. De ahí que debemos preocuparnos por nuestras acciones éticas en lugar de pensar todo el tiempo en la veracidad, o no, de la promesa cristiana. De todas formas, la creencia en la inmortalidad promovió las poco comunes virtudes de los primeros cristianos, permitiendo la inserción del cristianismo en el mundo. Lewis Mumford escribió: “Cristiano es el que escapa del dominio del tiempo; la eternidad se abre ante él. Si demuestra un poder para soportar el mal que llevaría a un pagano al suicidio, es en parte porque ya se ha suicidado en menor grado, separándose del mundo al concentrar todos sus pensamientos en la eternidad. El largo sufrir, la paciencia, el soportar el mal se convirtieron en la verdadera señal del cristiano; y nadie puede decir que se pueda hacer una adaptación psicológica que mejor cuadre al mundo que enfrentaba”. “Ese cambio marcó al cristiano: el control interior se convirtió en sustituto de la dirección externa”.

El egoísmo también se advierte en quienes buscan la inmortalidad fingiendo ser amables con la gente que les rodea, aunque sólo implique cierta teatralidad suponiendo que de esa forma el Dios que observa desde lo alto lo tendrá en cuenta a la hora del juicio final personal. Por el contrario, quien cumple el mandamiento del amor al prójimo tiene en el momento mismo la respuesta satisfactoria que no requiere de una compensación posterior.

El caso extremo es el de quienes, en lugar de intentar cumplir con los mandamientos, interpretan que su mejora personal derivará de padecer alguna forma de mortificación corporal, por lo cual proceden a ejecutarla contra sus cuerpos. De ahí que el acceso a la eternidad sea interpretado como la consecuencia de haber establecido una relación o vínculo con alguien perfecto e imaginario, pero sin apenas tener en cuenta a los seres reales e imperfectos.”Por un modo de énfasis, las doctrinas de Agustín iban a llevar al cristianismo hacia un misticismo que no necesitaba de la Iglesia: una comunión directa, un destello de unión con la deidad, posible para el alma verdaderamente casta y regenerada. Ningún intermediario podía proporcionar esta gracia del Espíritu Santo. Este énfasis puso los cimientos para Lutero”.

“Hay un pasaje en La Ciudad de Dios donde Agustín distingue entre las tres posibles clases de vida: la activa, la contemplativa y la que está entre ambas. Con el espíritu de los griegos, Agustín insiste en la línea media: «No puede uno ser tan dado a la meditación que descuide el bien del prójimo; ni tampoco tan enamorado de la acción, que olvide la divina contemplación»”.

Puede decirse que la inmortalidad se ha de lograr por las acciones destinadas al prójimo, previa orientación mental que nos da la contemplación. Como resulta necesario e imprescindible cumplir con el mandamiento que nos sugiere compartir las penas y las alegrías de los demás como propias, llegamos a la conclusión de que la felicidad individual, y la posterior inmortalidad, se habrán de lograr en una forma tanto individual como colectiva, ya que el cumplimiento efectivo de tales mandamientos inducirá a otros a cumplirlos. Por el contrario, quienes huyen del mundo y de la sociedad, están imposibilitados de cumplirlos plenamente.

Si bien no sabemos “cómo es el cielo”, sabemos al menos cómo llegar a él. Mientras que la ciencia no puede confirmarnos nada, respecto de una inmortalidad futura, tampoco nada puede decirnos acerca de su imposibilidad. Sin embargo, las ciencias sociales pueden confirmarnos que el camino indicado por los Evangelios es el que mejores resultados brinda.

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