sábado, 6 de febrero de 2016

No trabajan ni estudian

En las últimas décadas ha aparecido un fenómeno social que no se veía en épocas anteriores, y es el gran porcentaje de jóvenes que no trabajan ni estudian. Este es el efecto inmediato de carecer de objetivos y proyectos para el futuro y, además, de sentir un miedo excesivo a afrontar la vida como corresponde. Víktor Frankl diría, con justa razón, que se trata de un síntoma de la ausencia de un sentido de la vida.

Cuando existe una dosis normal de miedo, tanto a la pobreza como a la inseguridad económica, todo joven se ha de esmerar en prepararse intelectual y laboralmente para afrontar el futuro. No todos tienen predisposición e interés en el estudio, por lo cual una pronta inserción laboral mitigaría parcialmente el problema. Sin embargo, la prohibición a los menores a ejercer actividades laborales favorece el ocio y la vagancia, por lo cual muchos llegan a la mayoría de edad sin saber ningún oficio y sin tener ningún hábito de responsabilidad y trabajo, quedando descalificados para todo posible empleo.

Como todo fenómeno social, este problema depende de la influencia familiar y social recibida como así también de sus características personales hereditarias. Sin embargo, el aumento de los porcentajes de quienes no estudian ni trabajan indica que se trata de los efectos de un cambio en la mentalidad generalizada de la sociedad que involucra a la mayoría. Pareciera que la tendencia a la sobreprotección tanto como a la desprotección familiar, ha ido en aumento en los últimos tiempos, y de ahí un posible indicio de las causas básicas que lo generan. Alejandro Schujman escribió: “La sobreprotección, en un extremo; la desprotección en el otro. Ambas modalidades propician de manera clara un difícil desprendimiento en la adolescencia. Son «agentes transmisores del Ni-Ni»” (De “Generación Ni Ni”-Grupo Editorial Numen-Buenos Aires 2011).

Entre los alumnos secundarios se advierte también actitudes generalizadas que no se presentaban en otras épocas, al menos masivamente; tal el caso de la apatía y la falta de interés por la adquisición de nuevos conocimientos. Pareciera que si no los obligaran sus padres a estudiar, engrosarían las filas de los Ni Ni (Ni estudian ni trabajan). El desgano y la apatía se observa también en las distintas actividades laborales en la cuales todo se hace a “media máquina”.

El miedo a la etapa de la madurez se advierte también en muchos padres que, pareciera, pretenden sentirse adolescentes durante toda la vida. Si se pudiese detener el reloj de la edad, un futbolista posiblemente elegiría los 30 años, mientras que un intelectual quizá los 50 o 60. El problema que se está tratando puede definirse en función de que adolescentes y padres parecen preferir la edad de la adolescencia si tuviesen que detener imaginariamente el reloj de la edad. Sergio Sinay escribió: “Hombres y mujeres cuyos documentos de identidad y cuyas apariencias (mal que les pese) denuncian que han pasado largamente la línea demarcatoria de la mayoría de edad, se niegan a aceptar ese hecho natural de la vida y dan afanosas y penosas batallas por ocultarlo o disimularlo. Se empecinan en conservar actitudes infantiles o adolescentes, expresan pensamientos de una sorprendente linealidad o elementalidad, se vinculan unos con otros (en el plano de la pareja, en el de la amistad, en la paternidad y maternidad, en el deporte, en el ámbito social) de una manera inmadura y utilitaria, carente de responsabilidad y compromiso. Su manera de consumir, las modas a las que se entregan, los fanatismos (deportivos, artísticos, pseudo-espirituales) que los atrapan hacen temer que hayan sido víctimas del virus de la regresión”.

“Hay un marketing idiotizante que nos quiere a todos jóvenes todo el tiempo, advierte el filósofo iconoclasta y novelista Pascal Bruckner…..Dice Bruckner: «Somos juvenistas. Antes se contemplaba cada edad como etapa de un camino de realización personal: a la niñez le seguía la juventud, pero sólo por unos años, y después la madurez tenía su culto a la plenitud de la persona, y hasta la vejez era deseada y reverenciada. Ahora, de un modo forzado y postizo, hemos abdicado de todas las edades para reducirnos al perverso estado de la inocencia juvenil»” (De “La sociedad que no quiere crecer”-Ediciones B Argentina SA-Buenos Aires 2009).

También en este caso Víktor Frankl nos diría que la sociedad que no quiere crecer resulta ser un síntoma de la ausencia de un sentido de la vida. Sergio Sinay escribe al respecto: “No son unas pocas personas, ni sólo unas cuantas docenas las que han sido inoculadas por el virus del juvenismo, virus que se reproduce con facilidad en los conjuntos humanos en los que se ha borrado la pregunta acerca del sentido de la propia vida, en donde el vacío de sentido repercute en una extendida angustia existencial. De manera inútil pero tentadora, el juvenismo promete mitigar esa angustia y rellenar ese vacío. Hay una pandemia de juvenismo, aunque la Organización Mundial de la Salud no la haya declarado ni haya advertido sobre su peligrosidad para el estado de salud mental, emocional, afectiva y espiritual. Es un fenómeno social lo suficientemente profundo y extendido como para que sus consecuencias afecten a la política, a la cultura, a la familia, a la sexualidad, a la pareja, a la vida comunitaria y también a la economía”.

Este fenómeno se advierte también en la política, que en cierta medida promueve la proliferación de “jóvenes Ni Ni” informándoles que la función del Estado consiste en expropiar la riqueza del sector productivo para una posterior redistribución que permita una “vida digna” a quienes no quieren estudiar ni trabajar. “En la política, el culto a la apariencia –tanto como la irresponsabilidad galopante de gobernantes, funcionarios y opositores- tienen origen (además de entre otras cosas) en la inmadurez colectiva de la sociedad y de sus individuos. Los políticos emergen de esa sociedad, son parte de ella y la representan. Ahí están como ejemplo las actitudes pandillescas, el no hacerse cargo, el juntarse sólo con la barrita de amigos, la falta de respeto por normas básicas (como la Constitución), la pobreza del lenguaje (duele escuchar hablar a la gran mayoría de los políticos o leer sus escritos, cuando se les cae alguno, y con frecuencia se puede escuchar a algún ministro alardear de su propio lenguaje soez con el que califica de «vagos», «nabos» o «tarados» a quienes no piensan como él). Así como el adolescente no acepta normas o busca transgredirlas para afirmar su identidad, la corrupción en la política se ha convertido en una forma de afirmarse en la actividad, de ser aceptado y pertenecer. Sólo que en los políticos (que son mayores de edad), todo esto se acompaña de inmoralidad y ausencia de ética”.

“La cultura está afectada por el juvenismo desde el momento en que gobiernos nacionales o locales creen que ella se mide por kilo o por metro cuadrado, y llaman «eventos culturales» a recitales callejeros que alteran la vida de la ciudad y de miles de ciudadanos, dejando como resultado más basura y ningún mejoramiento en la creatividad, la sensibilidad, el pensamiento, el conocimiento. Miles de adultos que forman parte de ese público salen de allí convencidos de haber asistido a hechos históricos mientras los balances culturales oficiales sólo cuentan cantidades (cuánta gente fue a la feria tal, cuánta al recital cuál, cuantos metros de caño se usaron para el escenario). Un tipo de contabilidad adolescente, en el que la fabulación magnificente se usa para afirmar la identidad. La diferencia está en que mientras los adolescentes se sienten grandes con el dinero de papá, en este caso la pretendida grandiosidad se sostiene con dinero del contribuyente”.

No son pocos los padres que tratan de “adaptarse a sus hijos adolescentes” en lugar de ser esos hijos quienes se deban adaptar a los mayores y a la sociedad. “Para observar de qué modo afecta a la familia esta viruela regresiva de los adultos, basta con observar el abandono afectivo, existencial y ético en el que crecen los verdaderos chicos y adolescentes de esta sociedad. Son hijos huérfanos con padres y madres vivos. Padres y madres que masivamente reducen sus funciones al amiguismo y a la «complicidad» con los hijos (usar las mismas ropas, ir a los mismos recitales o boliches, hablar con el mismo semivocabulario). Padres y madres que, dedicados obsesivamente al culto de su propia juventud perenne y de sus propias urgencias, abandonan la responsabilidad de establecer límites que ayuden a crecer, transmitir valores a través de las actitudes, enseñar modelos vinculares significativos, orientar en materia de prioridades existenciales. Padres y madres que quieren una tarea de crianza «divertida» y que de lo difícil, comprometido o «pesado» se hagan cargo otros (la escuela, los abuelos, el terapeuta, Internet, alguien). Lamentablemente, se puede ser padre o madre adolescente aunque se haya cumplido con largueza la mayoría de edad y aunque se luzca muy respetable en otros ámbitos de la vida”.

El fenómeno social considerado, no difiere esencialmente del problema del “hombre light”, que incluso define lo que muchos historiadores denominan como la “posmodernidad”. Enrique Rojas escribió: “Desde hace ya unos años me preocupan los derroteros por los que se dirige la sociedad opulenta del bienestar en Occidente, y también porque su influencia en el resto de los continentes abre camino, crea opinión y propone argumentos. Es una sociedad, en cierta medida, que está enferma, de la cual emerge el hombre light, un sujeto que lleva como bandera una tetralogía nihilista: hedonismo-consumismo-permisividad-relatividad. Todos ellos enhebrados por el materialismo”.

“Un individuo así se parece mucho a los denominados productos light de nuestros días: comidas sin calorías y sin grasas, cerveza sin alcohol […..] y un hombre sin sustancia, sin contenido, entregado al dinero, al poder, al éxito y al gozo ilimitado y sin restricciones” (De “El hombre light”-Grupo Editorial Planeta SAIC-Buenos Aires 2007).

Puede decirse que el hombre posmoderno es aquel que tiende a automutilarse espiritualmente, ya que exalta los valores estéticos relegando aquellos afectivos e intelectuales. Para él, no existe el Bien ni la Verdad, por lo cual tampoco se ha de molestar en conquistarlos o, al menos, en acercarse a ellos. Esta actitud tiende a ser promovida por el relativismo moral, cognitivo y cultural, que sirve como base ideológica a aquella mutilación. Armando Roa menciona algunas de las características del hombre posmoderno: “En la ética, preocupa sólo la casuística, resolver en acuerdo al buen sentido o a la opinión mayoritaria cualquier situación concreta, dejando de lado el análisis de principios y teorías. Se aceptan todas las posiciones sin necesidad de justificarlas con rigor racional, y no por respeto al pluralismo, sino porque en cierto modo pareciera que todo da igual y es cuestión de mero agrado o de liberalidad decidirse por esto o por lo otro. En otras palabras, no se trata de un pluralismo en que cada conducta ética busca justificarse en principios, sino en un relativismo cambiante y sin coherencia en la conducta adoptada para las diferentes situaciones; sólo importa lo que es más cómodo en cada una de ellas. Se podría hablar de «éticas de bolsillo», destinadas a resolver sólo el caso individual” (De “Modernidad y posmodernidad”-Editorial Andrés Bello-Santiago de Chile 1995).

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