viernes, 5 de diciembre de 2014

Mérito vs. igualitarismo

Las dos tendencias políticas y económicas en pugna, que son capitalismo y socialismo, son las resultantes de la búsqueda de dos objetivos diferentes. En el primer caso se busca la libertad política y económica basada en el mérito individual mientras que en el segundo caso se busca la igualdad política y económica sin tenerlo en cuenta. El reconocimiento de valores y méritos personales asociados apunta al pleno desarrollo de las potencialidades individuales, mientras que su negación está asociada a quienes tratan de impedir el progreso del que muestra mejores aptitudes laborales o productivas.

Quienes proponen la libertad promueven también la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades, que resultan ser las condiciones iniciales para la partida en una hipotética carrera. Debido a las distintas aptitudes individuales, habrá vencedores y perdedores, pero todos tuvieron la ocasión de desarrollar sus potencialidades al máximo. Quienes proponen la igualdad de resultados, tratan de impedir la competencia para proteger al perdedor del sufrimiento moral y para evitar la satisfacción del ganador. El igualitarismo se establece para eliminar las desigualdades reconocidas y no por suponer que los hombres tengan iguales aptitudes personales. Friedrich A. Hayek escribió: “Ha constituido el gran objetivo de la lucha por la libertad conseguir la implantación de la igualdad de todos los seres humanos ante la ley. Esta igualdad ante las normas legales que la coacción estatal hace respetar puede complementarse con una similar igualdad de las reglas que los hombres acatan voluntariamente en sus relaciones con sus semejantes. La extensión del principio de igualdad a las reglas de conducta social y moral es la principal expresión de lo que comúnmente denominamos espíritu democrático, y, probablemente, este espíritu es lo que hace más inofensivas las desigualdades que ineludiblemente provoca la libertad”.

La existencia de excepciones equivale a otorgar ventajas en el punto de partida, siendo el Estado quien debe garantizar que ello no ocurra. La libertad social presupone una igualdad inicial, de lo contrario puede caerse en un sistema de privilegios que termina perjudicando a todos. “La igualdad de los preceptos legales generales y de las normas de conducta social es la única clase de igualdad que conduce a la libertad y que cabe implantar sin destruir la propia libertad. La libertad no solamente nada tiene que ver con cualquier clase de igualdad, sino que incluso produce desigualdades en muchos respectos. Se trata de un resultado necesario que forma parte de la justificación de la libertad individual. Si el resultado de la libertad individual no demostrase que ciertas formas de vivir tienen más éxito que otras, muchas de las razones a favor de tal libertad se desvanecerían” (De “Los fundamentos de la libertad”-Union Editorial SA-Madrid 1975).

El socialismo, en el cual se prohíben las actividades laborales fuera del Estado, tiende a ser suplantado por el Estado de bienestar, que apunta principalmente a la reducción de las desigualdades económicas antes que a la reducción de la pobreza, que en algunos casos pareciera ser un objetivo secundario. La mentalidad impuesta tiende a llevar a la sociedad a un simulacro de competencia en la cual no hay vencidos ni vencedores, ni premios para los mejores, pero con un reconocimiento a todos los participantes. A veces se establece un sorteo final en que al ganador lo decide el azar y no la posesión de mérito alguno. Alexis de Tocqueville escribió: “Sobre la especie humana se alza un inmenso y tutelar poder que asume la carga de asegurar las necesidades de la gente y cuidar de su destino y desenvolvimiento. El poder en cuestión es absoluto, minucioso, ordenado, previsor y bondadoso. Equivaldría al amor paterno si su misión fuera educar a los hombres en tanto alcanzan la edad adulta, pero, contrariamente, lo que pretende es mantenerlos en una infancia perpetua; es partidario de que el pueblo viva placenteramente a condición de que sólo piense en regocijarse. Convertido en el árbitro y origen de la felicidad de los humanos, el gobernante, con la mejor disposición, actúa y se preocupa de que nada les falte; satisface sus necesidades, facilita sus placeres, cuida de sus preocupaciones más importantes, dirige sus actividades mercantiles, regula el incremento de su patrimonio e interviene en su transmisión hereditaria. ¿Qué resta a las gentes por hacer cuando se les ha ahorrado las inquietudes de pensar y las tribulaciones que la vida comporta?” (De “La Democracia en América”-Fundación Iberdrola-Madrid 2006).

Así como todos los hijos son iguales ante sus padres, afectivamente hablando, todos los ciudadanos son iguales (idealmente) ante el Estado benefactor, o de providencia. Sus “hijos” no tienen que preocuparse por ganar su sustento, ya que sólo deben obedecer. L. Brandeis escribió: “La experiencia debería enseñarnos la oportunidad de extremar las medidas que protegen la libertad, precisamente cuando los gobiernos abrigan propósitos benefactores. El auténtico partidario de la libertad se halla, naturalmente, en guardia para rechazar los ataques a la libertad procedentes de gobernantes perversos. Pero la amenaza preñada de mayores peligros anida en el insidioso actuar de hombres bienintencionados y de probado celo, pero de inteligencia obtusa” (Citado en “Los fundamentos de la libertad”).

Quienes rechazan todo tipo de méritos y privilegios, ya que éstos se oponen al ideal igualitario, promueven la abolición de la herencia a nivel familiar. En ese caso, ante la imposibilidad de dejar algún patrimonio a sus hijos, pocos se habrán de esmerar por lograr riquezas que tarde o temprano irán a manos de quienes administran el Estado benefactor. Friedrich A. Hayek escribió al respecto: “Si queremos hacer el máximo uso de la natural parcialidad de los padres por sus hijos, no debemos impedir la transmisión de la propiedad. Parece cierto que entre las muchas fórmulas existentes para que los ganadores de poder e influencia provean a sus descendientes, la más barata, en el aspecto social, con gran diferencia, es la transmisión de la fortuna. De no existir dicho expediente, los hombres buscarían otras maneras de proveer a sus hijos, tales como colocados en una situación que les proporcionara la renta y el prestigio que una fortuna les hubiera dado, originando con ello un despilfarro de recursos y una injusticia mucho más tangible que la que causa la transmisión del patrimonio familiar. No otra cosa ocurre en el seno de las sociedades que rechazan la institución de la herencia, incluida la comunista. Quienes se oponen a las desigualdades producidas por la herencia deben, por tanto, reconocer que, siendo los hombres como son, se trata del menor de los males, incluso desde el propio punto de vista de los oponentes a la desigualdad”.

La educación ha sido el medio igualador por excelencia, siendo la educación pública la encargada de dar iguales posibilidades a todos los niños y adolescentes. Sin embargo, con el tiempo los requerimientos se fueron incrementando. “La concepción de que a cada individuo se le debe permitir probar sus facultades ha sido ampliamente reemplazada por otra, totalmente distinta, según la cual hay que asegurar a todos el mismo punto de partida e idénticas perspectivas. Esto casi equivale a decir que el gobernante, en vez de proporcionar los mismos medios a todos, debiera tender a controlar las condiciones relevantes para las posibilidades especiales del individuo y ajustarlas a la inteligencia individual hasta asegurar a cada uno las mismas perspectivas que a cualquier otro. Tal adaptación deliberada de oportunidades a fines y capacidades individuales sería, desde luego, opuesta a la libertad y no podría justificarse como medio de hacer mejor uso de todos los conocimientos disponibles, salvo bajo la presunción de que el gobernante conoce mejor que nadie la manera de utilizar las inteligencias individuales”.

“Cuando inquirimos la justificación de dichas pretensiones, encontramos que se apoyan en el descontento que el éxito de algunos hombres produce en los menos afortunados, o, para expresarlo lisa y llanamente, en la envidia. La moderna tendencia a complacer tal pasión disfrazándola bajo el respetable ropaje de justicia social evoluciona hacia una seria amenaza de la libertad. Recientemente se hizo un intento de apoyar dicha pretensión en el argumento de que la meta de toda actuación política debería consistir en eliminar todas las fuentes de descontento. Esto significaría, desde luego, que el gobernante habría de asumir la responsabilidad de que nadie gozara de mayor salud, ni dispusiera de un temperamento más alegre, ni conviviera con esposa más amable, ni engendrara hijos mejor dotados que ningún otro ser humano. Si en verdad todos los deseos no satisfechos implican el derecho a acudir en queja a la colectividad, la responsabilidad individual ha terminado. Una de las fuentes de descontento que la sociedad libre no puede eliminar es la envidia, por muy humana que sea. Probablemente, una de las condiciones esenciales para el mantenimiento de tal género de sociedad es que no patrocinemos la envidia, que no sancionemos sus pretensiones enmascarándolas como justicia social, sino que la tratemos de acuerdo con las palabras de John Stuart Mill: «como la más antisocial y perniciosa de todas las pasiones»”.

En su libro “El conocimiento inútil”, Jean-François Revel expresa: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”. Recalando un poco más profundamente llegamos a que lo que dirige al mundo en crisis no es la actitud cooperativa del amor, sino actitudes competitivas como el odio, la envidia y el egoísmo, sin dejar de lado la cómplice negligencia. Debe advertirse que debemos distinguir entre la competencia cooperativa, que beneficia a toda la sociedad, de la competencia destructiva, que la perjudica.

Los distintos sistemas políticos y económicos propuestos son aceptados, o no, en la medida en que la gente se identifica emotiva y éticamente con la pasión subyacente que los sustenta. No son los ideales o la razón los que nos mueven a aceptar a unos y a rechazar a otros, sino las componentes afectivas predominantes en nuestra actitud característica. De ahí que los problemas de la política y de la economía recaigan finalmente en las mismas causas que producen los problemas que debe solucionar el científico social, el docente o el religioso, y cuya solución se reduce a encontrar la forma de convencer al hombre de que le conviene adoptar la actitud cooperativa dejando de lado las actitudes competitivas, como el egoísmo o el odio (= burla + envidia). El registro de postulantes para esa misión está abierto; se les desea suerte a todos.

No se ha inventado todavía, ni quizás se lo invente en el futuro, el sistema político y económico que permita que las cosas funcionen bien en la sociedad aun con un considerable porcentaje de la población que padezca serias deficiencias éticas. El camino emprendido por la mayoría, que es el que apunta hacia el Estado de bienestar, lleva sobre sí la deficiencia básica de estar sustentado en la envidia igualitaria. Como se trata del peor de los defectos humanos, nada bueno se puede esperar. Si la crisis no lo afecta del todo, seguramente se debe a que todavía subsisten en la sociedad las actitudes cooperativas.

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