lunes, 18 de agosto de 2014

Moral y costumbres

La evolución de la moral en una sociedad implica una paulatina aproximación a una moral objetiva y universal, mientras que las costumbres adoptadas generalmente no la tienen en cuenta. De ahí que la moral forme parte del proceso de adaptación cultural al orden natural mientras que las costumbres pueden, o no, favorecer tal proceso. William F. Ogburn y Meyer F. Nimkoff escriben: “Las «mores» son costumbres que se consideran esenciales para el bienestar del grupo. Una práctica establecida por las «mores» es mirada por todos como lícita y buena, aunque perjudique a la salud o incluso a la vida. Lo que en una época es considerado como bueno, puede estarlo como malo en otra, en la misma sociedad” (De “Sociología”-Aguilar SA de Ediciones-Madrid 1959).

La moral proviene de respuestas interiores favorecidas por la educación, mientras que las costumbres provienen de la influencia de lo que se observa “en la calle”. Al no ser fácilmente distinguibles, se cae en el error de considerarlas idénticas. Sin embargo, mientras que las sugerencias éticas tienen validez universal, en el sentido de que se adaptan o no a la realidad, la validez de las costumbres resulta sólo parcial o sectorial. La ética implica la forma concreta en que se expresan las normas o mandamientos orientados a modificar, o a confirmar, la conducta humana. De ahí que el nivel moral de todo individuo dependa del grado de acatamiento dispensado a cierta ética particular. Por otra parte, las distintas éticas propuestas se acercan en mayor o menor grado a una ética natural, siendo ésta la que produce los mejores resultados y que, como no viene escrita en ninguna parte, nos enteráramos de su existencia a través de las sucesivas aproximaciones establecidas por el hombre y evaluadas según los resultados obtenidos.

La validez objetiva de las éticas propuestas se advierte considerando las similitudes de las normas que desde hace miles de años prevalecen en los diversos pueblos. Tales coincidencias presuponen la existencia de una ética natural. Sin embargo, quienes no distinguen entre moral y costumbres, al considerar a la moral como una costumbre más, sostienen que toda moral es subjetiva, y de ahí el origen del relativismo moral.

Cuando tiene vigencia el relativismo moral, el bien y el mal se consideran conceptos subjetivos, por lo cual no tiene mucho sentido tratar de buscar el bien y evitar el mal. William Graham Sumner escribió: “La noción del bien y del deber es la misma con respecto a todas las costumbres, pero varía en intensidad según los intereses en juego”. “Los «derechos» son las leyes de toma y daca mutuas, en la competencia por la vida, que se imponen a los compañeros del grupo unido a fin de que la paz reine cuando es esencial para la fuerza del grupo. Por eso, los derechos nunca pueden ser «naturales» o concedidos por Dios, o absolutos en sentido alguno. La moralidad de un grupo en determinado momento es la suma de los «tabú» y las prescripciones costumbristas mediante las cuales se define la buena conducta. Por eso, la moral nunca es intuitiva. Es histórica, institucional y empírica” (De “Los pueblos y sus costumbres”-Editorial Guillermo Kraft Ltda.-Buenos Aires 1948).

El citado autor identifica moral con costumbres. Recordando que la moral tiene sentido vinculándola a una ética propuesta, la costumbre resulta ser una especie de creación libre que puede, o no, contemplar a la ética. De ahí que, si se aceptase que la libertad individual es un derecho natural, se limitaría la adhesión al socialismo, que apunta a limitarla o anularla. En el lenguaje totalitario, sin embargo, se habla de “libertad” y de “democracia” en un sentido opuesto a los significados originales. Los intentos totalitarios de transformar la naturaleza humana, bajo la búsqueda de cierta “naturaleza artificial” modificada por las costumbres inducidas desde el Estado, resultaron vanos, ya que se basaban en la creencia en la validez del relativismo moral. George Orwell escribía en su novela: “El Ministerio de la Verdad –Miniver en la Neohabla- era único en su especie y nada de común tenía con ningún otro edificio de la urbe”. “Se distinguían los tres lemas del Partido, estampados sobre la alba fachada del enorme edificio: La guerra es la paz – La libertad es esclavitud – La ignorancia es la fuerza” (De “1984”-Editorial Guillermo Kraft Ltda.-Buenos Aires 1952).

La moral natural resulta ser una ventaja evolutiva; de lo contrario, no podría el hombre vivir en sociedad. Y al no poder vivir en sociedad, no podría existir. La supervivencia del hombre está ligada a la supervivencia de la sociedad. Paul Gille escribió: “La moral es un fenómeno de la vida social: en otros términos, las primeras nociones morales datan y se derivan de las primeras sociedades”. “No puede ser de otro modo: no hay evolución, ni siquiera formación humana sin sociedad, y no hay sociedad posible sin una moral, es decir, sin un sistema de convenciones entre individuos reunidos para ayudarse mutuamente en la lucha –imposible de sostener aisladamente- para la conservación y mejora de la vida, contra las fuerzas naturales y los organismos vitales concurrentes”.

Si la moral es esencial para la unión entre los hombres, el vínculo de unión propuesto por las distintas éticas ha de coincidir con el fundamento de las mismas. Así, el vínculo de unión entre los hombres, según el cristianismo, ha de ser el amor, ya que mediante tal actitud compartimos las penas y las alegrías de los demás como propias. Simultáneamente, el amor es el fundamento de la ética cristiana. El autor citado agrega: “La asociación es, pues, una condición de vida para el ser humano, y al mismo tiempo le obliga a contar con otro y le impone obligaciones generales cuyo conjunto constituye la moral, considerada así como la resultante de toda sociedad o como el mismo lazo social. En cuanto hay asociación, ipso facto nace una moral rudimentaria; el hecho social engendra el hecho moral” (De “Historia de las ideas morales”-Editorial Partenón-Buenos Aires 1945).

El principio general de donde surge la moral es la propia ley natural que rige el comportamiento del hombre. De ahí que pueda llegarse a su conocimiento por distintos medios. Para el socialista, en cambio, es la costumbre la que determina la moral. Friedrich Engels escribió: “Nos explicamos la manera de pensar de los hombres de una época determinada por su manera de vivir, en vez de querer explicar, como se ha hecho hasta aquí, su manera de vivir por su manera de pensar”.

Las sociedades utópicas se caracterizan por dejar de lado los vínculos afectivos para reemplazarlos por vínculos materiales, como es el trabajo. Pero tal reemplazo no está exento de dificultades por cuanto los aspectos afectivos del hombre forman parte de su naturaleza humana y tarde o temprano se tornan incompatibles con el vínculo artificial establecido. Henri Lefebvre escribió acerca del marxismo: “Las relaciones fundamentales de toda sociedad humana son por lo tanto las relaciones de producción. Para llegar a la estructura esencial de una sociedad, el análisis debe descartar las apariencias ideológicas, los revestimientos abigarrados, las fórmulas oficiales, todo lo que se agita en la superficie y llegar a que las relaciones de producción sean las relaciones fundamentales del hombre con la naturaleza y de los hombres entre sí en el trabajo” (De “El marxismo”-EUDEBA-Buenos Aires 1973).

La sociedad comunista, que es el ideal socialista, resulta ser esencialmente una sociedad similar a una colmena o a un hormiguero, de ahí que las distintas utopías colectivistas pueden considerarse como distintas imitaciones, quizás inconscientes, de sociedades establecidas por algún tipo de insecto. Paul Gille escribió: “Las abejas trabajan, economizan en común, consumen en común durante la mala estación; en una palabra, ponen en práctica y les va bien, la divisa comunista: «De cada uno según sus fuerzas; a cada uno según sus necesidades»”.

Lo que resulta sorprendente es que un “pequeño detalle” como el mencionado no sea advertido por muchos sociólogos, incluso consideran a Karl Marx como uno de los “fundadores” de la sociología. Puede decirse que desde la sociología, tratando de describir al individuo, se comienza a indagar a partir de la sociedad, mientras que desde la psicología social, tratando de describir la sociedad, se comienza a indagar a partir del individuo. De ahí que la primera transite por una etapa filosófica mientras que la segunda transite por una etapa científica. Se dice que “mientras el científico necesita lápiz, papel y una papelera, el filósofo solamente necesita lápiz y papel”.

También resulta sorprendente que se afirme que la humanidad, como colmena u hormiguero, ha de constituir algo así como “el fin de la historia”; como la última etapa de una evolución social que fue precedida por la esclavitud, servidumbre, capitalismo, etc. Este absurdo implica que la meta de la evolución del hombre ha de ser el hombre-abeja o el hombre-hormiga. En realidad, Marx se apresuró al enunciar la futura caída del capitalismo para darle lugar a la utopía socialista disfrazada de “ciencia social”. Michael Harrington escribió: “Marx y Engels confundieron el surgimiento del capitalismo con su declinación” (De “Socialismo”-Fondo de Cultura Económica-México 1978).

Desde el socialismo se sugiere al hombre abandonar sus ideales propios para someterse a los proyectos colectivos concebidos por los ideólogos. El colectivismo resultante requiere de la pasividad y la uniformidad de los insectos, cuyas mínimas diferencias se deben a que son orientados por instintos antes que por afectos o razonamientos, como en el caso del hombre. De ahí que la generalizada lucha contra el individualismo ha de estar orientada, en definitiva, a la exaltación de la igualdad inherente a los insectos. “Algunos sociólogos, despreciando la naturaleza psicológica, psíquica, del fenómeno moral, tienden a reducir toda la moral a la ciencia de los hechos sociológicos, a la ciencia objetiva de las costumbres. Para esos objetivistas exclusivos no es ya cuestión de conciencia, de deber, de bien, de sanción íntima, sino de leyes sociales, de costumbres, de ritos, de relaciones económicas. Las razones de nuestros actos no están ya en nosotros, sino en el medio en que evolucionamos y cuya presión invencible sufrimos. La conciencia es un eco, ya no una voz. Yo interrogo a la conciencia –dice un crítico- y la sociedad responde”.

“Habría, en consecuencia, un fatalismo moral análogo al fatalismo histórico de Marx, y más aún al fatalismo psicológico que parece haber triunfado, provisionalmente al menos, en el pensamiento científico actual. Se reconstituiría la conciencia moral con sus determinantes sociales. Y la moral ya no sería asunto de conciencia…la «ciencia moral» desaparece ante la «ciencia de las costumbres»”.

“El alma de la moralidad, sin embargo, es la autonomía. Ser moral es tomar de sí mismo, espontáneamente, el principio de sus decisiones. Y una concepción que, en apariencia, desdeña la iniciativa individual, que parece ver en la conciencia una resultante pasiva, un efecto y no una causa, suscita inmediatamente las más naturales sospechas” (Paul Gille).

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