lunes, 4 de agosto de 2014

Incentivos vs. falsa opción por los pobres

Por lo general, quien a viva voz manifiesta estar a favor de los pobres, no advierte que su propuesta económica puede producir efectos opuestos a lo que predica. El hipócrita exalta las virtudes que finge poseer y de ahí el aparente interés por los que sufren: los pobres; como si los ricos estuviesen exentos de toda forma de sufrimiento, en cuyo caso ya no se interesan en lo más mínimo por cuanto el rico resulta “superior” en la escala de valores del hipócrita.

Ante el afán desmedido de riquezas, culpan al dinero de la misma forma en que alguien puede culpar a los automóviles ante los accidentes provocados por la impericia de sus conductores. Sin embargo, dada la semejanza, pocas veces se escuchan propuestas para eliminar los vehículos que diariamente producen miles de victimas inocentes. Si se eliminara el dinero, se entorpecerían los intercambios comerciales provocando un retroceso significativo y un caos total. A menos que se busque con ello implantar el socialismo, que tampoco resulta ser una perspectiva atractiva. Jean Françoise Revel escribió:

“El dinero no es más que un medio, una herramienta, una expresión contable. Ver en él una realidad existente en sí misma y dotada de un psiquismo autónomo, de una fuerza propia, independiente del trabajo, de la habilidad y de la voluntad de los hombres que lo ganan y lo gastan, pertenece a la mentalidad prelógica y a la creencia en los sortilegios. Es asombroso que un gran partido haya podido vociferar durante años contra el «dinero corruptor» imaginándose enunciar con ello un programa político. No es el dinero, es el hombre lo que corrompe al hombre, con el dinero o con otra cosa. Suprimid el dinero: no suprimiréis la corrupción. La gran fuente de la corrupción en el mundo no es la propiedad privada, es la propiedad pública”.

“Todas las nomenklaturas [burocracias estatales] del mundo «desprecian el dinero», claro. Se contentan con palacios, villas, transportes, vestidos, atenciones médicas, vacaciones y festines gratuitos. Y alrededor de las nomenklaturas gravitan los funcionarios «cercanos al poder», a quienes sus protectores políticos colman de sinecuras. Son a la sociedad francesa actual lo que los abades de corte eran a la del siglo XVIII. En el seno de su ocio dorado, pero con fondos públicos, disponen de tiempo para componer libros contra la «sociedad del dinero»” (De “El Renacimiento democrático”-Plaza & Janés Editores-Barcelona 1992).

Otra de las “soluciones” propuestas por el hipócrita es la redistribución de la mayor parte de las ganancias empresariales, vía impuestos progresivos, y en forma de ayuda social. Con ello se logra, en primer lugar, limitar la inversión productiva y los incentivos a la producción, reduciéndose el nivel de actividad. Si con ello se lograra una significativa disminución de la pobreza, se justificaría su utilización. Sin embargo, además de limitar la producción, resulta ser un medio poco eficaz. Adviértase que en los países con un nivel de corrupción mediano, como los EEUU, de cada dólar confiscado para ayudar a los pobres, sólo les llega 30 centavos. Los restantes 70 centavos “quedaron en el camino”. En países con elevado nivel de corrupción sólo llegará a destino un 10 o 15% de la confiscación. De ahí que resulte mejor para todos la “despiadada” distribución de la riqueza vía mercado y trabajo.

Otra de las formas en que se manifiesta la hipocresía, esta vez de los políticos, es a través de la implantación de precios máximos, decisión que tiene como resultado la disminución de la producción al reducirse el incentivo monetario, por lo cual aparece la escasez o bien un aumento mayor de los precios cuando éstos se liberan. Por lo general, tal limitación de precios es un recurso empleado ante un proceso inflacionario surgido desde el Estado que gasta más de lo que recibe. Aunque produzca efectos negativos para todos en el mediano plazo, el ciudadano común piensa que un gobierno que limita los precios está “protegiendo a los pobres de la avaricia de los ricos” (y que si alguien dice lo contrario, está en contra de los pobres). Edmund Conway escribió:

“Un ejemplo reciente nos lo proporciona el presidente Richard Nixon, que en contra de su instinto y el de sus consejeros aprobó controles de precios y salarios en 1971. El resultado final fue que los problemas económicos se agravaron y, en última instancia, la inflación fue mayor. No obstante, la administración Nixon tenía un claro incentivo para imponer los controles: las elecciones estaban cerca, y sabía que los efectos desagradables de la política tardarían algún tiempo en ser evidentes. A corto plazo, el plan gozó de una enorme popularidad entre la opinión pública, y Nixon resultó reelegido en noviembre de 1972 con una victoria aplastante” (De “50 cosas que hay que saber sobre Economía”-Ariel-Buenos Aires 2011).

Buscando rédito político, el kirchnerismo no sólo imprime billetes en exceso para comprar voluntades, sino que incluso ha llegado a un default (incumplimiento) voluntario ya que, supone, ha encontrado a quien culpar por todos sus errores y desaciertos; el imperialismo yankee que “se opone al crecimiento que el país venía logrando”. En realidad, hace bastante tiempo que la economía está estancada, o en receso, pero la idea viene muy bien, ya que la mayor parte de la población odia a los EEUU y la decisión se adapta mucho mejor a las creencias populares que a la realidad. Tal decisión tendrá consecuencias negativas, si bien no resulta sencillo advertir cuáles serán. Se adujo que, de cumplirse con el fallo judicial adverso, se pondría en vigencia una cláusula que obliga al país dar un trato similar al resto de los bonistas. Sin embargo, al estar el Estado obligado por un fallo judicial, se advierte que no hubo una intención voluntaria de conceder una mejora selectiva, como lo requiere la cláusula mencionada.

También se duda de la legitimidad ética del sistema financiero, actitud heredada de la condena a la usura en épocas pasadas. Sin posibilidades de crédito, se produciría un estancamiento o bien el colapso de la producción, ya que los mercados financieros permiten transferir dinero desde el sector inversor al productivo. Si alguien ha de ganar dinero con el capital aportado por otros, corresponde que se otorgue al prestamista alguna ganancia por ser el capital un factor de la producción. De no tener ganancia alguna “por cuestiones éticas”, o por lo que fuera, nadie afrontaría el riesgo de prestar dinero si tal riesgo fuera esencialmente gratuito.

La idea de que el sector empresario es culpable, y que los sectores estatales e improductivos son inocentes de todos los males, hasta que se demuestre lo contrario, es la base del pensamiento subdesarrollado. Tal pensamiento, derivado de actitudes hipócritas, coincide con las ideas destructivas que el marxismo desarrolla buscando imponer sus creencias. Jean Françoise Revel escribió: “Cristianos y marxistas condenan el poder del dinero bajo su única forma capitalista y mercantil, distinta del poder político. Lo aceptan, por el contrario, cuando los dos poderes se confunden, es decir, cuando el Estado se convierte en una máquina de producir dinero para quienes le ocupan, o, lo que viene a ser lo mismo, una máquina que sirve para procurarles indirectamente un nivel de vida que de ordinario sólo una gran fortuna puede procurar a los particulares”.

“En nuestro siglo XX, numerosos curas y pastores han proferido contra el capitalismo anatemas que curiosamente no alcanzaban a los verdaderos Estados criminales del planeta, que mataban de hambre y sometían a la esclavitud a sus ciudadanos, por eso esos Estados, que habían suprimido a la economía de mercado, ya no podían pecar. Del mismo modo, la atribución de prebendas por el Estado (la palabra misma es de origen eclesiástico) no choca ni al clero ni a los marxistas, que por el contrario se escandalizan por la comisión que cobra un intermediario que suministra un servicio real, o por la plusvalía realizada por un inversor que ha corrido un riesgo personal y hubiera podido perder su inversión. A esta incomprensión de la sociedad mercantil se añade, particularmente en Francia y en los países latinos, un concepto de la igualdad según la cual sólo se condenan las desigualdades en el ámbito de la fortuna privada”.

“Además, caso extraño, el odio dirigido contra los que ganan mucho por sus propios medios no alcanza a los que ganan lo mismo bajo forma de prebendas y de sinecuras distribuidas por el Estado. La incomprensión de la economía se completa con una incomprensión de la democracia. Una colocación lucrativa e improductiva obtenida por favoritismo o nepotismo choca menos que la riqueza amasada sirviendo a los demás. Del mismo modo, nadie se ofusca cuando (contrariamente a la opinión pública americana) un alto personaje utiliza los aviones del Estado para irse de vacaciones, o pasárselo fastuosamente sin que le cueste en céntimo de sus propios denarios, es decir, haciéndoselo pagar a la masa de sus compatriotas. Por el contrario, si un ciudadano acomodado se toma las mismas vacaciones pagándoselas con su dinero personal, es un insulto a los desfavorecidos, a «quienes no pueden tomarse vacaciones», un daño considerable a la justicia social”.

“La pasión igualitaria de los franceses se concentra pues sobre la riqueza producida en el sector económico y por la actividad económica. De ningún modo se desencadena por ejemplo, delante del espectáculo del protocolo de opereta que rodea a los menores hechos y gestos de nuestros dirigentes, a todas esas puestas en escena grotescas que rodean sus apariciones con la aureola de una pompa de antaño”.

Los sueldos y jubilaciones que paga el Estado provienen de los impuestos que paga el sector productivo. De ahí que resulta incomprensible el antagonismo destructivo que tiene gran parte del sector público hacia las fuentes originales de su medio de vida. Es una especie de auto-sabotaje análogo al del perro que muerde la mano de quien le da de comer. Luego, al empresario se lo relega al último lugar en la escala social de valores por cuanto, se dice, está motivado por “incentivos de lucro”, que contrastan con la “espiritualidad motivadora” del resto de la sociedad. El citado autor agrega: “En una civilización en la que, durante mucho tiempo, las profesiones improductivas –más exactamente, digamos, no económicas- han sido las únicas en ser consideradas «nobles» ¿no es bueno alegrarse de que vaya perdiéndose ese prejuicio nefasto? En un país en el que la tercera parte de la población activa pertenece al sector público, donde los gastos de personal en el Estado representan más de la mitad del presupuesto y más de la décima parte del producto nacional bruto, ¿de dónde quieren que salga ese dinero para pagar a toda esa gente?”.

“Eso significa que nuestra sociedad ya no es viable o que toda una clase de funcionarios, en nuestro país, está demasiado enferma psíquicamente para confesarse a sí misma que se alimenta de aquello que desprecia: los hombres con dinero”.

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